Lhatse

Shigatse y Lhatse

Dia 23 (Cris)

El desayuno de hoy no tiene nada que ver con el de Lhasa: inauguramos los desayunos a base de panecillos de tortilla, que no variarán hasta que abandonemos el Tibet: mmm, ¡eso sí que es un lujazo!

Ayer por la tarde empezó a llover, ha estado lloviendo por la noche y no dejará de hacerlo a lo largo del día. Pillamos coches destino Shigatse, la segunda ciudad del Tibet por detrás de Lhasa. El objetivo es el monasterio de Thashilunpo, fundado en 1447 por el primer Dalai Lama y hasta la ocupación china, sede de los Panshen Lama. Lo visitamos por nuestra cuenta porqué nuestro guía tiene trabajo burocrático: ¡tiene que conseguirnos los permisos para el Everest!

Acabada la visita hacemos algo de tiempo hasta que nos vienen a buscar. Nos llevan a comer a un restaurante de Shigatse mismo y, como la mayoría de veces, nos ponen en una especie de reservado, en una salita adosada al cuerpo principal del comedor; hemos comprobado que, siempre que pueden (esto empezó en Pekín), nos ponen en una salita a parte o nos suben a un piso diferente, etc., porque allá donde vamos llamamos mucho la atención y se ve que les despistamos a la clientela. Consecuencia: no nos ven y cuesta mil conseguir que te hagan caso; comprobamos que la camarera no responde al grito de “¡tibetanaaa!” (versión adaptada de “¡tabernera!”) que sale insistentemente desde nuestro rinconcito.

Después de comer continuamos con la ruta. Nuestro destino es Sakya y, más concretamente, su monasterio, sede de la escuela budista tibetana de Sakya, donde en la edad media se tradujeron las escrituras budistas del sánscrito al tibetano.

Por lo visto, nuestro tour no está tan organizado como creíamos y el guía y los conductores llevan toda la tarde decidiendo donde nos llevan a dormir (y nosotros que creíamos que teníamos todos los alojamientos previstos y reservados, ¡qué ilusos!). Las opciones son dormir en Sakya mismo o tirar hacia Lhatse y avanzar camino. Al final nos llevan a Lhatse. Ya en Lhatse paramos delante de un hotel (¿hotel? Bueno, algo así) y el guía baja con Elena como representante del grupo para ver si podemos quedarnos y si nos parece bien el sitio. Salen y Elena, que se lo ha currado e incluso ha hecho fotos en plan reportera gráfica, nos explica como está el tema: resulta que hay diferentes categorías de habitaciones y el presupuesto que le han asignado al guía los de la agencia solo da para las habitaciones “downstairs”, pero que pagando un extra podemos tener habitaciones mejores (las “upstairs”). Según Elena las habitaciones son iguales pero en las de abajo hay muchísima humedad y hace más frío y las de arriba son más habitables. No tenemos que decidir en grupo, cada cual puede dormir allí donde mejor le convega.

Lyon, Caravan y yo, como buen “pack” pedimos una habitación de tres. Mi idea, directamente, es pillar una de las de abajo, que en los últimos alojamientos me he sentido demasiado señorita y estoy deseando recuperar mi faceta mochilera. Dicen de ver las habitaciones y luego decidir. Por supuesto, nos llevan primero a las de arriba: muy bien, una habitación cutre; vamos para abajo: ok, una habitación todavía más cutre; las camas son más sencillas (sin que las de arriba fueran el último modelo de Ikea, desde luego) y no hay tele (arriba la había, ¿os acordáis cuando las teles tenían la pantalla convexa y eran redondeadas? ¡pues de esas!) pero yo no noto ni frío ni humedad (claro que, ¿qué voy a notar? Llevo dos forros polares, el palestino, una braga polar y guantes…) así que… ¡adjudicada! ¡nos la quedamos!

A mi personalmente me parece de lo más auténtica, palabra que no dejamos de repetir estos últimos días; me encanta porque no está adaptada para los que vienen de fuera, como los hoteles en los que hemos estado, sino que esta vez somos nosotros los que nos adaptamos a su forma de vida. La “decoración” (creo que las comillas son imprescindibles) es total, auténtica-auténtica, como la de estos restaurantes-casa donde hemos comido algún día de estos. Nos instalamos y, antes de salir me parece importante encontrar el interruptor de la luz para no tener que buscarlo a tientas cuando volvamos ya de noche; busco y rebusco incluso en los rincones más insospechados sin éxito hasta que, de repente, lo veo claro: ¡ya sé donde está! La bombilla, tristemente desnuda, está sospechosamente baja… me acerco y…¡voilá! Un cuarto de vuelta y ya tenemos luz. Ahora veo que la diferencia upstairs/downstairs no son las camas, ni la tele, ni el frío y la humedad, sino que se paga el lujo de tener interruptor para la luz.

El sitio es tan auténtico que, como allí esto de ducharse no se lleva, han decidido que nosotros tampoco lo hagamos. Viendo el sitio no nos extraña lo más mínimo que no haya duchas en las habitaciones pero es que… ¡tampoco las hay en el pasillo! Inspeccionamos todo y, definitivamente, se confirma que no hay duchas. En cuanto a los baños, son una habitación común, sin luz, con varios agujeros en el suelo, sin ningún tipo de separación entre ellos ni nada, para que amplíes tus ocasiones de hacer vida social… Eso sí, ir al baño por la noche se convierte en un deporte de riesgo.

Ya instalados nos vamos a dar una vuelta por Lhatse: ¡qué cosa más horrorosa! Es una calle larga y destartalada, chinicizada e impersonal, sin nada interesante. Caravan y yo decidimos comprar panecillos para cenar que últimamente vivimos como señores y todavía tenemos comida en la mochila; hay que economizar y hacer sitio para las compr… esto… quitar peso.

Después de cenar nos quedamos unos cuantos echando un continental y, tras las horas invertidas a lo largo del viaje en mi nuevo vicio llega mi recompensa: ¡por fin ganooo!

Y después a dormir. Próxima estación… ¡¡¡Everest!!!

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