Tibet

Lugar de los Dioses

Día 19 (Javi)

El avión despega. Beijing queda atrás mientras me sumerjo en un sueño profundo después de no haber pegado ojo en toda la noche. Tras casi 4 horas de vuelo, llegamos por fin a la capital del Tíbet. Nada más bajar del avión, Lyon y Regue empiezan a sentirse mal, con dolores de cabeza, cansancio, mareo,.. los primeros síntomas del mal de altura se cobran sus primeras víctimas. Vamos a recoger nuestras cosas y fuera nos está esperando nuestro guía, Chun Gi, con unos pañuelos de oración blancos para darnos la bienvenida al techo del mundo.

El camino desde el aeropuerto dura cerca de una hora. Paramos 15 minutos en un lugar donde hay pinturas budistas en la pared de la montaña y en el que la gente suele dejar su pañuelo de oración.

Seguimos el trayecto en nuestra furgoneta hasta que vislumbramos, allá a lo lejos, la mítica ciudad de Lhasa, que hasta principios de siglo XX tenía prohibida su entrada a los extranjeros. Tuvo que ser increíble lo que pudo llegar a sentir Alexandra David-Neel, la primera occidental en llegar aquí, cuando tras una odisea de viaje y años intentándolo, lo consiguió. Nosotros habíamos llegado en avión, no era la manera soñada, pero al fin estábamos en Lhasa, a 3650 metros de altitud, uno de los sueños del viaje.

Lhasa tiene una población de 300.000 habitantes, entre tibetanos y chinos. Teniendo en cuenta que hace sólo 40 años contaba con 20.000 habitantes podemos hacernos una idea de la brutal transformación que ha habido en la ciudad después de la ocupación china. La primera impresión al llegar a Lhasa es un tanto decepcionante, ya que se ven calles anchas, flanqueadas de edificios feos, modernos, sin ningún tipo de encanto, con un aire un tanto occidental, aunque todo esto se olvida rápidamente cuando empiezas a ver los magníficos templos, como el palacio de Potala, que nos recuerdan que Lhasa fue un día la capital de un reino. La actual Lhasa, bajo la dominación china, ha perdido parte de su esencia, pero todavía se puede sentir en su parte tibetana, ecos de lo lejano, de lo auténtico, de lo inalcanzable. De hecho Lhasa significa «lugar de los Dioses».

En seguida nos dejan en el hotel, un hotel demasiado lujoso para unos mochileros como nosotros. Entre Lyon, Illenca y yo nos sorteamos la habitación individual que había, y suerte la mía, que me la quedo yo, jeje. La verdad es que tiene unas bonitas vistas sobre las montañas. Eso sí, estamos en la 2ª planta del hotel y cada vez que tocaba subir, llegábamos arriba asfixiados. Todavía cansados, decidimos echarnos una buena siesta para reponer fuerzas, de hecho nos han recomendado que no nos duchemos y que no hagamos muchos esfuerzos, para aclimatarnos a la altura.

Ya después de descansar, decidimos callejear por la Lhasa tibetana. El choque de culturas es brutal y nos sumergimos de lleno. Se puede respirar un ambiente mágico que recuerda al pasado, en sus mercadillos, en sus monasterios, en sus calles y sobre todo en su gente, que recorren la plaza Barkhor rezando sus plegarias y moviendo su molinillo de oración. Nos adentramos por callejuelas que están llenas de tiendecitas y puestos, con mil cosas para comprar, que curioseamos aunque algunos no podemos resistirnos. Después de habernos pateado toda la zona tibetana y habernos quedado con varias tiendas, acabamos cenando en una bonita terraza en una esquina de la plaza Barkhor. Imagen enviada

Luego decidimos ir a acostarnos pronto, que bastante hemos tenido por hoy. Eso sí, antes de sobarme me llama una china del hotel que en un perfecto inglés, se ofrece para hacerme un masaje. Sorprendido, le digo que no, pero qué risas, porque no fui el único, qué clase de masaje sería? la verdad es que nunca lo sabremos.

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