Día 26 (Cris)
Nos despertamos y alucinamos viendo donde estamos. Dormimos todos en la misma habitación (¡es cómo estar de colonias!) y el paisaje que se abre ante nosotros a través de la ventana nos hace desperezarnos de golpe. Además, tenemos un balconcito ideal para disfrutarlo. El día anterior llegamos de noche y lloviendo, tras horas y horas de camino y para nada nos imaginamos que nos encontrábamos en un sitio así. Ahora es cuando nos damos cuenta de que Zhangmu es un pueblecito colgado de una montaña y clavado en un entorno que parece la selva amazónica: ¡todo es vegetación y cascadas!
Bajamos a desayunar: es la despedida de los panecillos de tortilla tibetanos que nos han acompañado a lo largo de estos días. Pero no sólo hay que despedirse de los panecillos, hay que hacerlo del Tibet, un lugar cargado de significado, donde las cosas no son fáciles y que nos ha dejado fascinados. Mochilas al hombro, bajamos. Resulta que la aduana china está justo al lado del hotel, en la misma calle, cosa de la que tampoco nos habíamos enterado. Nos ponemos a la cola y mientras vamos rellenando, por enésima vez, varios formularios; la escena es la de siempre: ¡oye!, ¿aquí que has puesto?; ¿esto lo dejamos en blanco, no?; a ver, ¡déjame copiar!. Por fin llega nuestro turno: sello de salida y pa’lante. Avanzamos, carretera abajo, hasta que llega el momento de despedirnos de nuestro guía y nuestros conductores, que no pueden seguir acompañándonos.
Una vez cruzado, entramos en territorio nepalí. Mirada atrás, un “Free Tibet!” y a disfrutar de los últimos coletazos del viaje en Nepal. Y, ¿qué nos toca ahora? ¡Formularios, of course! Lo primero es hacernos el visado, que no lo llevamos hecho. La verdad es que resulta muy fácil. Es un puro trámite y no tenemos ningún problema. Además, como vamos a estar menos de 3 días, podemos hacer el visado de tránsito, que es gratuito.
La sensación que nos invade, o por lo menos a mi, es la de estar en la India. Aun sin haber estado allí (todavía) es así como me la imagino, tanto por los paisajes, como por la gente, como por el ambiente que se respira, y eso que todavía estamos en terreno fronterizo. Nos incorporamos a una procesión de gente que llevan unos cargamentos que dejan en ridículo nuestras mochilas.
Cogemos un autobús “only for turists”, ya se intuye como funcionan las cosas por aquí. Tenemos unas cuantas horas por delante en el típico autobús destartalado que se abre paso por una carretera igual de destartalada a través de un paisaje increíble que nos mantiene pegados a las ventanas. El paisaje que empezó ayer en el Tibet, se mantiene. Vamos avanzando por una zona muy verde con cascadas por todos lados y un río allí abjo, muy abajo, con unos puentes que unen sus orillas que ninguno de nosotros osaría atravesar. Desde uno de ellos se puede hacer bungee; resulta que es el punto más alto del mundo donde se practica. También vamos viendo las primeras pinceladas de vida nepalí.
El autobús hace una parada para que comamos. Nos dan a entender que aprovechemos para comer porque todavía nos queda camino hasta llegar a Katmandú y esta va a ser la única oportunidad que vamos a tener para hacerlo. El sitio es, nuevamente, auténtico. Nuestras mesas están en una especie de balconada, sobre el río, muy caudaloso en este punto. Los platos consisten en una base que siempre es la misma (arroz, lentejas y varias cosas más que no llegué a saber que eran) y que se completa con un cacito de carne, pescado o verdura, a elección de cada uno. El picante, por lo visto, no entiende de fronteras ni de visados, y fiel, nos sigue acompañando. Según nos han dicho todavía nos queda bastante camino por delante así que cuando preguntan si alguien tiene que ir al baño, me apunto; la verdad es que me siento toda una aventurera por ello; un local me abre camino; bajamos por una escalera de donde nos habían llegado ruidos sospechosos; el baño está ocupado y por lo visto tendré que hacer la cola en compañía de varias cabras que tienen aquí metidas; no sé si me entenderé demasiado con ellas y menos cuando veo que se me acercan porque la cuerda que llevan al cuello es un simple adorno que no las ata a ninguna parte.
Reemprendemos el camino hasta llegar a Katmandú. La primera impresión que me llevo es que esta ciudad es toda ella un suburbio; atravesamos calles destartaladas y atiborradas de gente hasta que llegamos a Thamel, el que será nuestro barrio estos dos días y que resulta ser el paraíso en la tierra para unos fans del “made in Nepal” como nosotros: ¡hemos encontrado el Shangri-La! Estamos en un hotelazo de lujo (menuda mierda de mochileros, pero la verdad es que como broche final no está mal, para que negarlo, y nos vendrá bien para desincrustarnos en condiciones la roña acumulada en el Tibet) y en el barrio de nuestros sueños consumistas.
La idea inicial es dedicar toda la tarde a comprar, pero resulta que nos dicen que a las 18.30 tenemos que estar en el hotel porque van a venir a buscarnos para ir a cenar. Esto no lo teníamos previsto porque no entraba en el programa, pero después lo entenderemos. Nos duchamos rápidamente y nos lanzamos a comprar compulsivamente para sacar el máximo partido al poquísimo tiempo que tenemos. Vamos desatados, parecemos una panda de niños a los que hayan soltado en Disneylandia.
El hombre con el habíamos negociado el tour del Tibet y Nepal es quien viene a buscarnos. La intención es disculparse por no haber podido cumplir lo acordado en un principio (el trayecto Pekín-Lhasa en tren) y, como compensación, nos invita a una cena típica nepalí con espectáculo. Es un sitio para guiris, donde llevan a grupos organizados y tal, pero bueno, a caballo regalado…
Ya cenados nos llevan de vuelta al hotel pero lo abandonamos rápidamente: ¡queremos marcha! Acabamos en el Tom & Jerry, un bar para guiris (como casi todo en este barrio) con buena música, buen ambiente y buenos precios; eso sí, con cubatas un poco raros, ¿verdad, Lyon?
En el próximo capítulo, la visita a Katmandú (más allá de sus tiendas y sus bares, aunque de esto repetiremos, of course! )
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