Lhasa

Recorriendo Lhasa

Día 20 (Cris)

En nuestro aparentemente súper hotel, tenemos el desayuno incluido así que, en grupillos nos vamos dejando caer por el comedor. Sinceramente, y teniendo en cuenta que esto es un hotel, esperaba algo más… ¿internacional? El comedor no parece ni hecho para el público, sino que tiene pinta de sala de empleados o algo así. Nos preguntan si queremos te o café pero no sé para qué preguntan porque, total, da igual lo que respondas, que ya deciden ellos. De comida nos dan arroz con pinta de estar sacado del menú de un hospital: lo sirven dentro del agua con la que lo han hervido y es asquerosamente insípido. Hay también una masa igualmente insípida y bolitas de esta misma masa pero rellenas de carne y, para completar, un platito con una cosa verde no identificada que parece que pertenece al mundo vegetal. Además, no hay manera de que nos entiendan cuando pedimos azúcar y hay que ir a por él a la pocilga-cocina… Después de esto, en cualquier pueblo perdido del Tibet los desayunos mejorarán considerablemente.

Hemos quedado con nuestro guía a las 10 para empezar la visita a Lhasa.
Empezamos con el templo de Jokhang, en pleno centro de Lhasa. Es un lugar sagrado y, como tal, uno de los rituales es dar un número determinado de vueltas a su alrededor siguiendo un sentido determinado (para ellos un lugar sagrado puede ser un montoncito de piedras, como en Mongolia, un templo, como en este caso o incluso una montaña; en este último caso dar las vueltas pertinentes puede llevar días); esto hace que en las calles de Lhasa todo el mundo ande en un mismo sentido (esto, por supuesto, nos excluye a nosotros, que somos unos herejes: cuando te gritan desde atrás “oyeee, mira que tienda más chulaaa” pues no vas a dar la vuelta a medio Lhasa pa volver atrás).

Justo delante del templo se lleva a cabo otro ritual: se tumban boca abajo, extienden los brazos delante de ellos y, manteniéndolos estirados los llevan hacia los lados para levantarse otra vez y vuelta a empezar.

Entramos dentro del templo. La estructura no tiene nada que ver con lo que estamos acostumbrados. Hay un gran patio central, solo cubierto por una gran tela, y, rodeando el patio, está la parte techada: un pasillo que se extiende por los cuatro lados del patio y por donde se accede a múltiples capillas con diferentes imágenes. Pero, aunque sea algo muy diferente de lo que estamos acostumbrados, lo que sorprende es el ambiente que se vive ahí dentro: está abarrotadísimo de fieles increíblemente devotos. La mayoría de ellos llevan la misma ofrenda: mantequilla de yac. La mantequilla se usa para mantener las velas encendidas y la gente la lleva en grandes cantidades, bien sea en grandes termos para llevarla ya derretida, bien sea sólida, en bloques enormes. Pero la cosa no se queda ahí. Mires donde mires, en el rincón más escondido e insospechado hay billetes. La gente va pasando por todo el templo y van dejando billetes en diferentes partes. Las abuelas, los niños… ¡todos! La verdad es que dan ganas de coger el billete, devolvérselo y decirles que con eso se compren una barra de pan, pero bueno… Esto de la mantequilla y el dinero es algo que iremos viendo repetidamente a lo largo de nuestras visitas a los templos en el Tibet.

La sensación allí dentro es agobiante: hay muchísima gente y huele a mantequilla rancia, inciensos extraños, humedad y yo que sé, pero estamos flipados y lo aguantamos bien.

Un vez vista la parte de abajo, subimos. La parte de arriba es descubierta y las vistas son increíbles. Estamos en pleno centro de Lhasa y tenemos vistas a la plaza de Barkhor, al Potala y al Himalaya, ¡impresionante!

Tras la visita a Jokhang, callejeamos de forma “oficial” por el centro de Lhasa, algo que algunos ya habíamos hecho el día anterior, cuando se supone que debíamos estar en el hotel descansando para aclimatarnos. Después de esto vamos a comer y, tras la comida quedamos de nuevo con el guía para continuar con la visita.

Por la tarde toca el monasterio de Sera, en las afueras de Lhasa. En el edificio principal hay una sala enorme llena de una especie de sofás sin respaldo o de bancos con cojines donde encontramos a los monjes haciendo un ritual. El guía nos explica que uno de ellos hace preguntas y otro las tiene que contestar y si este no las contesta bien es sustituido por otro monje que pasa a sentarse en una especie de trono donde estaba el que ha fallado. Además de la parte puramente oral, el ritual se acompaña con algo parecido a palmadas en momentos concretos. Esto sirve para ejercitar la agilidad mental. Lo practican dos o tres horas cada día, en grupos pequeños, pero esto que estamos viendo nosotros es como una especie de examen.

Acabada la visita, vamos al hotel donde perreamos un rato, demasiado largo para mi gusto, que me muero por hincarle el diente a esta ciudad-mercado que es Lhasa. Salimos tarde y tardamos mil en conseguir encontrar un cajero (sí, ya estamos sin pelas otra vez…) y nos quedamos sin tiempo para compras. Vamos a cenar y, después, como está lloviendo y no está la cosa para salir (nosostros pensamos que diluvia, pero no, todavía no sabemos lo que es diluviar en Lhasa, eso lo descubrimos al día siguiente) nos vamos al hotel a echar unas partiditas.

¡Y a dormir, que mañana nos espera el Potala!

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